H.4. Música

(Jorge Artigas, 2017)

Tal vez uno de los aspectos relevante de los talentos que no recibí al nacer fue la negación del talento musical. Todos nacemos con algunos talentos, lo que pasa es que hay personas que no se dan el trabajo de reconocerlos y menos de usarlos. Ellos tendrán serios problemas cuando lleguen arriba, o a donde quiera que lleguen, y les pregunten: ¿Qué hiciste con los talentos que te di? En mi caso, felizmente no tendré ese problema. Reconozco que de talento musical no recibí casi nada, excepto que la música me gustaba, así como el baile, las marchas militares como Radetzky, algunos clásicos y canciones viejas de operetas y zarzuelas españolas que oí de pequeño canturrear a mi madre. Mi problema era con los instrumentos musicales. Deseaba poder tocar alguno pero claramente no tenía talento para ello. Cuando vivimos en USA, me entusiasmé con los instrumentos que ofrecían las casas de empeño, así, compré: flautas, mandolino, saxofón, clarinetes y otros, con el plan de que, al regreso a Chile, tendría tiempo para estudiar alguno, lo que nunca sucedió y los instrumentos fueron pasando de mano en mano en la familia hasta desaparecer, el mandolino que mi esposa odiaba por el sonido y el trémolo, terminó regalado a la hija evangélica de una persona amiga. Otros corrieron igual suerte, excepto el saxofón melódico que regalé a mi nieto argentino Juan Franco, que aprendió a tocarlo y lo hace en una banda amateur.

Otro asunto es el canto. Me da vergüenza oírme cantar, por ello no canto ni en la ducha ni en la iglesia. No puedo negar que esto es doloroso para mi.

Y, así pasó el tiempo y yo casi odiando a las personas con “buena voz”, las que casi sin ningún esfuerzo, cantaban lo que querían y cuando querían, y era grato oírlas.

Cuando enviudé, a los 85 años, comprendí que debía reestructurar mi vida y dejar de tomar tanto “caldo de cabeza”. Ahora me quedaba mucho tiempo libre pues además estaba jubilado. En ese tiempo, concluí que mi amada esposa me tomaba casi el 70% de mi tiempo: dormir, comer, atender el funcionamiento de nuestra familia, hacernos cariño, planear y otros menesteres: quedaba ahora mucho tiempo “de libre disposición”. Como mi salud era buena, retomé la pintura, que había abandonado pues Ivette ya no podía ir y siempre habíamos ido juntos. Y empecé a pensar en otras actividades (seguía haciendo un horario de cinco horas diarias en la Universidad). Ya no había caballos y había fallado un intento por hacer tiro al platillo, por demasiado caro. Entonces me pregunté: ¿Qué quiero hacer que no haya hecho nunca y ahora podría hacerlo?

Me dieron el dato de una academia musical y pensé que tal vez me podría sacar el trauma del canto. Sin mayores expectativas llegué a la academia. Me atendió la dueña y directora, Scherezade Perdomo. Una estupenda mujer por donde se la mire. Mi primera reunión con ella fue en privado. Yo le pregunté: ¿Cree Ud. que un hombre de 85 años que no canta ni en la ducha ni en la iglesia por vergüenza, podría, mediante un esfuerzo serio, cantar? Ella me respondió que el asunto era de ejercicios, pues la voz se forma por la acción de los músculos y el aire de la respiración. Y agregó, yo le ofrezco un combo que se compone de 4 cursos en la mañana de los jueves, de 9 a 1.30: Ejercicios de respiración, vocalización, baile y teatro. Ahí estuve dos años. Alguna vez contaré mi experiencia con el teatro. Luego me dije. ¿Para qué quiero cantar? Debo reconocer que entre mis personajes favoritos, está el señor que toca el piano en un bar en el Far West, premunido de un pequeño tongo, un chaleco, un vaso de cerveza sobre el piano y un letrero en la espalda que dice ”No disparen contra el pianista”, y a pesar del ruido de las balas y la destrucción del mobiliario, él sigue tocando y cantando. Entonces empecé a acariciar la idea de tocar piano. Fui al Mall de Talcahuano, a la tienda de instrumentos musicales y me compré un teclado. Sentí que emulaba a Cortés quemando sus naves. Ya no tendría escapatoria: piano si o si. Al poco tiempo me di cuenta que solo no haría nada y no sacaba nada con acordarme de las personas que tocan por oído. Puse el teclado en un lugar donde mi esposa no me lo habría permitido nunca, con el propósito que siempre estuviera abierto. En resumen, llevo cuatro año con una profesora de piano amorosa, Karina Nuñez, venezolana, que viene a mi casa dos días a la semana. La idea era aprender por el método Susuky. Mi profesora no lo conocía, pero se informó y lo hemos seguido. Mi desafío es leer música. He concluído que con el tiempo que llevo estudiando lectura musical, bien podría haber aprendido chino mandarín. Por otro lado, aprender a leer música, con seguridad es un buen detente para el Alzheimer. Sigo muy entusiasmado con el proyecto. Todo este esfuerzo, que no es menor, lo hago para mi disfrute. Dudo que alguna vez tocaré para otros. Como me tengo que levantar muchas veces en la noche o me desvelo, me siento al piano a cualquier hora, por ejemplo a las cuatro de la mañana y, como vivo solo, no molesto a nadie. De todos modos se puede poner muy bajo el volumen y por último puedo usar los audífonos del teclado. Pero estas actividades, casi siempre tienen consecuencias. Cuando estuve haciendo el curso combo que me recetó Scherezade, me encontré en las clases con una compañera que era viuda dos veces y le fascinaba bailar. Como éramos los mas viejos del curso, nos emparejaron y empezamos a practicar. Resultó ser una persona muy simpática. Se llama Hortensia (con s?), pero yo la rebauticé para fines prácticos como Techi. Pronto sentimos con Techi la necesidad de bailar mas tiempo que el que nos daba la academia, así es que empezamos a ir a un interesante lugar de baile llamado “Tango y mas” que queda en el camino Concepción- Penco. Es un lugar, a mi entender, ideal para la tercera edad, pues va gente yo diría de 40 años para arriba y, casi ningún lolo, Deo gratia. Lo que se ve son matrimonios de la tercera edad y caballeros maduros acompañados de hijas mayores y/o sus secretarias, que, usualmente no son ni lo uno ni lo otro. Tocan muchos boleros antiguos, tango, música española y, otras por el estilo, como hasta las doce de la noche. Luego siguen las cumbias, que casi no soporto. Entonces es el momento de retirarnos y aquí, no ha pasado nada. Esta amiga me resultó muy bailarina de manera que todos los sábados a las diez de la noche ya estamos bailando sin parar, salvo para comer y beber. Últimamente agregamos clases de tango, a las cuales, por el momento, vamos una vez a la semana.

Este asunto del baile, me lo tomo como una terapia, pues después de la operación al corazón, que duró mas de ochos horas de anestesia, quedé muy mal de las piernas, como secuela neurológica. Claro que también hago kinesiología por orden médica, lo que es una lata. Recomiendo preferir, para éstos menesteres, el “Tango y Más” en Concepción.

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