H.1.1.B8. Santa Lucía y otros cuentos

Santa Lucía y otros cuentos. Es el resultado del concurso anual de la revista Paula en 1997. Presentado como una selección de relatos finalistas del concurso Paula 1997. Hay una reseña del suscrito en la pag.34. y el cuento enviado, “ Los nombrados” está en pag. 25-33.

 

LOS NOMBRADOS

(finalista Concurso de Cuentos PAULA 1997)

Se miraba sin interés los zapatos italianos, más para buscar una forma de concentrarse en algo que lo alejara de los presentimientos que a ratos lo remecían. Lo había llamado el Obispo y, claramente, el padre Rogelio Iribarra Zunzunegui no entendía por qué, ni para qué. Los asuntos relacionados con su cariño por la Teología de la Liberación y su participación en algunos actos en la parroquia (derivado de ello se había encontrado, en un allanamiento, sacos de dormir y algunos otros elementos no tan blandos, todo lo cual había aparecido en la prensa, pero luego se había hecho gestiones para tapar el asunto), entendía que eran cosas del pasado. Y si había faltado con ello a sus deberes pastorales, ya habría sido olvidado o perdonado por su Obispo que, según se supo, algo se había inclinado también por el tema, aunque posteriormente, sobre todo inmediatamente antes de la venida del Papa a Chile, se había preocupado de negarlo enfáticamente.

¿Para qué lo querría el Obispo? Desde que llegó desde España como cura joven, lo único que no le podían achacar era flojera o falta de celo apostólico, o que fuera poco creativo en los quehaceres parroquiales. Eso lo traía, y en abundancia, en sus genes vascos fortalecidos por las enseñanzas familiares. Sus parientes eran todos labradores y pequeños comerciantes de un pueblito montañés, donde lo mejor que le podía suceder a una familia era tener un hijo cura. Lo de la vocación era más bien una formalidad, pues, ¿quién no iba a tener vocación? Eso se daba por descontado.

Miró por la ventana que daba al patio interior del Arzobispado, y el silencio y la paz del lugar le permitieron hilar, con algunos detalles, la historia de sus últimos años. Posiblemente sobre éstos le preguntaría el señor Obispo.

Había llegado a Renquilco, recordaba, un sábado en la tarde en un bus rural, con una maleta destartalada, bluejeans, parka azul y unos zapatos tipo industrial que no habían conocido pomada ni otro lubricante desde su fabricación. Todo su atuendo estaba lleno de polvo, así como su maleta y su pelo. Cuando vio la iglesia y las casas parroquiales, lo conmovieron su pobreza y su abandono. En la primera misa, el domingo a las once, apenas una docena de personas constituían toda la feligresía. Principalmente mujeres de edad, de riguroso luto y aparatosos rosarios y velos. La casa parroquial se llovía, entraba el viento y olía a humedad y a ratas. Eligió la menos mala de las piezas, la que tenía un catre con un colchón de espuma y un velador con una palmatoria, signo inequívoco de que la luz eléctrica tenía sus flaquezas. Acomodó algo de ropa de cama, dejada al parecer como herencia por antiguos párrocos, y salió a recorrer lo que sería su reino indiscutido en esta tierra. La oficina no estaba mejor y solo se veían cuidados los libros de registro, a cuyo cargo se hallaba una mujer modesta y atemorizada a la que llamaban doña “Fela”, por lo de Rafaela Hernández viuda de Quiroz. Se había mudado a vivir en la parroquia luego de enviudar y, por el alojamiento y algo de comida hacía de secretaria, dueña de casa y guardiana de los pocos bienes parroquiales. Entre ellos, los libros de asentamientos, su mayor preocupación.

Antes de la primera misa dominical, llegó a ver al padre Rogelio una mujer angustiada por la enfermedad de su esposo. El padre le aseguró que lo encomendaría en la misa, pero ella replicó que “más seguro sería que nombrara en voz alta sus intenciones”, así ella sabría que lo estaba haciendo y Dios pondría más atención. Agregó que estaba dispuesta a dar un pequeño aporte monetario a la parroquia. El padre aceptó y en la misa, llegado el momento, dijo en voz alta: “Oremos por la salud de Segundo Castillo Vélez”. Los pocos asistentes a la misa levantaron la cabeza y en sus rostros hubo expresiones de interés y curiosidad. ¿Cómo? ¿Que Segundo Castillo está enfermo? Hacía tiempo que no sabían de él; el matrimonio vivía algo alejado del pueblo y no se lo había visto últimamente.

A la semana siguiente recibió la petición de seis personas que deseaban que nombrara a sus enfermos en la misa, y que aportarían algo para la desvencijada parroquia. Parece que hubo una docena más de asistentes a la misa en que se nombró a los enfermos: “Oremos por la salud de nuestros hermanos Rufino del Carmen Agurto, Esteban Valladares, María de los Ángeles Estorquiza”.

Doña Fela le propuso al padre que fijara una cantidad por cada nombrado, porque para ella era difícil determinar en cada ocasión una cantidad. Además, había frescos que querían que les nombraran a sus enfermos por cuatro chauchas, según dijo haciendo un gesto despectivo. El padre Rogelio, desconfiando de la baja inflación existente en el país –aunque la garantizaran las autoridades- y recordando sus primeros tiempos en Chile, fijó la cuota en el equivalente a un cuarto de kilo de porotos por cada vez que se nombrara a una persona. Pero no se recibirían porotos, sólo dinero sencillo. La parroquia no podía transformarse en bodega de frutos del país, había dicho el padre Rogelio enfáticamente.

Doña Fela debió, sin embargo, enfrentar las complicaciones que naturalmente emanaron del rígido sistema establecido por el padre. Algunas personas querían que se les nombrara hasta que sanaran. Doña Fela consultó con el padre, y ambos acordaron valores de acuerdo con los casos que, creían, iban a ser más frecuentes, considerando ciertas variables como las enfermedades largas, la situación económica de la familia y el número de enfermos por casa, entre otras. El padre escribió una tabla general, algo confusa, pero para el caso bastante práctica. Era una planilla de valores para la mayoría de las situaciones predecibles. El valor se leía donde se juntaban las columnas con las líneas horizontales. En las columnas estaban los datos sociales y en las líneas las enfermedades y sus plazos. Lo hizo de forma que doña Fela pudiera aplicarla y que fuera un sistema justo, equitativo y saludable, como dijo al contemplar su obra terminada. No era lo mismo rogar para que se mejorara alguien de un moquillo, de un furúnculo o de un panadizo, que hacerlo por uno que ya llevaba dos años en cama y no le quedaba más que el espíritu. De todos modos, la voluntad de Dios se respetaría: si moría el enfermo no se devolvería el dinero. La muerte era la voluntad de Dios y, además, devolver parte de él implicaba una faena administrativa y contable de proporciones.

Los domingos, en la misa de once, se nombraba a los enfermos. Los asistentes podían informarse desde la longitud de las enfermedades hasta el interés que los familiares tenían en que el paciente sanara. Visto de otra manera, si a alguien no le interesaba que mejorara su familiar, no pediría que fuese nombrado en la misa. Ello llevó a que nadie de quien se supiera que tenía un enfermo en casa dejara de ponerlo en la lista: podría pensarse que no quería que sanara.

Algunos jóvenes que empezaron a acercarse a la parroquia ofrecieron su colaboración, ya que la situación se había complicado más de lo previsto. No sólo había que asegurarse de que en las listas no faltara nadie que estuviese al día en su pago, sino también retirar los nombres de los que no lo estaban. Como el padre Rogelio era un vasco de ideas claras pero intransigentes, decidió que el sanarse antes de que se hubieran hecho todos los nombramientos cancelados no obligaba a devolver el dinero, pues los interesados debían estar felices de que ello hubiese sucedido. En verdad, sólo recordaba un par de veces en que alguien fue a solicitar el saldo, y en esas ocasiones habían llegado al acuerdo de dejarlo como abono para otra oportunidad.

Al ser la salud materia de gran importancia para los pobladores de Renquilco y alrededores, se corrió la voz de que ir a la misa del domingo era informarse. Y para bien o para mal, estar informado siempre era útil. Algunos esperaban con expectación, para comprobar si una persona en particular era nombrada. Otros pensaban que ya era tiempo que determinada persona fuese nombrada, pues el cuerpo tiene su aguante.

– Ya me parecía que no podía seguir así, tan campante –comentaba una mujer.
– Si no hay día en que no pierda su alma bebiendo. Pobre la esposa –replicaba otra.
– Un día de estos va a ser nombrado. Espérese usted, no más.

Algunas personas se sentían menoscabadas por no ser nombradas. La salud, mal que mal, nunca es perfecta. De modo que le pedían a algún familiar que las inscribiera en las listas de la parroquia, aportando ellos mismos el dinero. Total, bien-bien que digamos no se habían sentido, se decían, excusándose a sí mismos. Las madres eran asiduas recurrentes a las listas. Las guaguas se empachan con facilidad, tosen, la caca tiene colores y consistencias que rara vez conforman a las madres. Todas ellas pedían que se orara por sus hijos.

La lectura de las listas la hacía un joven mientras el padre Rogelio esperaba sentado tras el altar. La longitud de estas fácilmente tomaba ya quince minutos. Pero a los asistentes no les importaba, era la parte que mejor entendían y que tenía, visto de forma práctica, mayor utilidad inmediata.

Los dineros eran rigurosamente administrados en forma personal por el padre Rogelio. Con ellos se pintó la iglesia, se enderezó la cruz, se arregló la campana y los asientos. En verdad, se veían arreglos. Nadie pensaba que la plata fuera mal usada.

La noticia llegó lejos del pueblo y, como los detalles eran de interés para todos, aumentó el número de asistentes a las misas. Algunos venían de lugares apartados, llegaban en colosos con sillas y bancas amarradas, tirados por bueyes o pequeños tractores. La plaza y sus alrededores se llenaban de carretas, colosos, caballos amarrados, autos, buses, camiones, y, entre ellos, una abigarrada multitud que se desplazaba en dirección a la iglesia.

El tiempo de lectura se hizo tan largo que debieron recurrir a listas simultáneas. Un joven leía frente a cada lado de las bancas. Nadie reclamó, era fácil seguir ambas listas poniendo atención. Los más sordos pedían ayuda o por último preguntaban a la salida.

El padre Rogelio sonrió, mientras contaba las baldosas del hall del Arzobispado, al recordar el día en que llegó una mujer y le pidió que, por un corto agregado, la nombrara a ella también, para que quedara claro quién era la persona que se preocupaba del enfermo. Fue una sorpresa para todos cuando se oyó: “Paulina Severin de Argomedo pide orar por el restablecimiento de la salud de su esposo Rubén del Carmen Argomedo”. El murmullo que se produjo dejó en claro que doña Paulina les había matado el punto a todos.

Se produjo una avalancha de personas que querían cambiar lo que se denominó Nombramiento Simple por un Nombramiento Dedicado. El padre Rogelio se puso a estudiar una nueva planilla de valores y pidió a los jóvenes de la parroquia que se reunieran con él para analizar los cambios de lista. La reunión fue larga y compleja. Tarde en la noche llegaron a establecer soluciones, a pensar en todos los casos previsibles. Doña Fela sirvió café con pan, queso y dulce de membrillo. El ambiente era grato y cordial. Se decidió además arreglar la oficina, a la que se le colocaría una ventanilla para atención al público. Se dispusieron fondos para otras actividades que se desarrollaban simultáneamente en la parroquia y necesitaban espacio: casamientos, bautizos, misas de difuntos, primeras comuniones, olla de los pobres, centros de madres. La parroquia era, sin duda, el centro de Renquilco. Dos o tres casas, colindantes o cercanas a las casas parroquiales, abrieron sus ventanas como vitrinas y las puertas como entradas de locales comerciales, y así, algunos comedores se transformaron en tiendas autorizadas para abrir el domingo.

La lista de los Nombramientos Dedicados fue un éxito total. Era natural que se deseara saber quién pedía por el enfermo. Por otra parte, no era justo que por cada enfermo nombrado se supusiera que todos los familiares lo estaban pidiendo y cancelaban por ello. La lista de Nombramientos Dedicados aumentó en forma geométrica: ahora eran varios parientes por cada enfermo los que pedían su restablecimiento. Pocos se atrevían a no hacerlo; era como gritar a los cuatro vientos que el enfermo no les importaba.

Al aumentar las listas, no se encontró otra solución que leerlas, además, durante los bautizos y servicios fúnebres, nadie reclamó, pues hacían más entretenidas estas ceremonias.

– Padre –le preguntó una joven- ¿puedo pedir por la salud de un amigo sin nombrarlo?
– Por supuesto hija. Dios sabrá muy bien de quién se trata, así que es válido.

Ese domingo se oyó por primera vez: “Julia Salas Reyes pide orar por su amigo que está delicado de salud”. Un murmullo recorrió la iglesia y las cabezas se movieron al preguntarse unos a otros quién sería el amigo de la Julita. La Julita ya estaba en la treintena y no se le conocían amistades masculinas. Esto era una novedad, incluso para sus padres. Cuando éstos fueron a preguntarle al padre Rogelio, les contestó serio y cortante: “Las listas son secreto de confesión”. Había nacido la lista de Nombramientos Anónimos, que luego se puso de moda. En las lecturas se oía: “Aída Vélez pide por la salud de su amigo que se encuentra lejos”; “Herminia Yévenez pide por la salud de su amigo al que desgraciadamente no puede visitar por ahora”. Cada nombramiento era recibido por un murmullo y por agitados movimientos de cabeza.

A la salida de la misa, los comentarios en parejas y en grupos duraban hasta pasadas las dos de la tarde. Las listas, mal que mal, trataban de enfermos y de esperanzas en la salud de seres queridos o al menos conocidos.

– Padre –le dijo en una ocasión un joven- ¿podría pedir para que se me cumpla un deseo sano y bueno?
– Claro hijo. Dios sabe de esto y ayuda.

Así se escuchó la lectura: “Rodrigo del Carmen Santos pide que oren para que los padres de ella lo acepten”.

– Muy justo –dijo una mujer-, es pura dureza de corazón del Alberto no dejar a ese joven conversar con la niña.
– Si yo le contara lo que sé del famoso Rodriguito ese, no estaría tan segura, señora.
– Cosas que dice la gente, no más –respondió la primera.
– Debajo del dicho siempre hay un mal bicho –sentenció solemne la otra mujer.

“Que el Señor abra su corazón y Juan Antonio Rosales se fije en mí que me estoy muriendo por él”. Es lo que estaba escrito en el papel que una niña le pasó por la ventanilla a doña Fela. – Tendré que preguntarle al padre si está permitido; a la tarde le contesto –dijo doña Fela.

El día de la lectura se oyó: “Oremos para que los padres de Juan Antonio descubran lo que es más conveniente para su hijo”. Se había abierto, con ello, una nueva lista, la de las Oraciones del Corazón: “Oremos para que José entienda que Dios quiere unirnos”; “Señor, haz que me resulte, ya no aguanto más”; “Que Pedro se dé cuenta que la niña con quien anda no le conviene y descubra que yo existo”.

El padre Rogelio anunció una nueva misa los miércoles a las siete de la tarde, donde de preferencia se leerían listas Dedicadas y con Nombramientos Anónimos.

A través de la rejilla del confesionario el padre Rogelio oyó la voz quebrantada de una mujer que le decía:

– Padre, no aguanto más las borracheras de mi esposo Evaristo. Quisiera ponerlo en las listas. ¿Podría redactarlo usted, padre, por favor?
– Veremos qué podemos hacer, señora –le prometió el padre al despedirla.

Estas cosas deben ser al pan, pan y al vino, vino, pensó luego. Consecuencia de ello se oyó la lectura: “Sarita Apablaza de Velásquez pide que oremos para que su esposo deje de emborracharse causando tanto dolor a su esposa y familia”. Se produjo un verdadero agitamiento entre los concurrentes.

– La va a matar cuando llegue a su casa.
– ¿Usted cree?. Salió nombrado. Todo el pueblo lo sabe, si le pasa algo a la Sarita, no va a tener disculpa.
– Es cierto. Harto eficientes las listas, ¿no?

Habían nacido las listas de Acusamientos: “Pidamos para que Esteban Garay deje de pegarle a su señora, que es una santa aguantándolo, piden sus vecinas y amigas”; “Oremos para que a mi padre se le ablande el corazón y me deje ir a estudiar a Santiago, lo pide su hija Estercita Retamal Rodríguez”. No pasó mucho tiempo antes de que llegaran reclamos por este último tipo de listas.

– Usted padre, no puede llegar y de buenas a primera aceptar que yo le pego a la Lucinda –espetó con firmeza Esteban Garay-. Usted no es juez ni puede nombrarme sin dejar que yo me explique.
– Le oigo –contestó el padre Rogelio, severo.
– Lo que pasa es que hay veces que me saca de mis casillas. Fíjese que el otro día le pedí de buenos modos que me pasara un vaso de agua y me contestó que para qué quería agua si ya parecía fudre donde me lo pasaba lleno de vino, y que ya no había plata ni para comprarse, y disculpe padre la palabra, ni siquiera calzones. Yo le dije: hija, hay que confiar en Dios, ya vendrán tiempos mejores, y me contestó, y disculpe padre la expresión, que ella a poto pelado no iba a ninguna parte y que me fuera yo mismo a buscar el agua, si es que me la podía tomar sin enfermarme. Se fija, padre, eso fue todo y mire lo que han puesto las viejas copuchentas de las vecinas.

El padre Rogelio lo escuchó en silencio y corto y seco, le respondió:

– Tiene derecho a réplica. Y así nacieron las Listas de Réplica, que por tratarse de una parroquia debían mantener un tono moderado. Al siguiente domingo se oyó: “Roguemos para que mi esposa Lucinda Cartes comprenda mis preocupaciones y deje de hacerle caso a las personas habladoras que la mal aconsejan”.

Las listas de las Réplicas iban a las parejas con las de Acusamiento. Los feligreses tomaban parte y discutían el asunto. Empezaban en voz baja durante la lectura y seguían en el atrio para terminar en la plaza, en el bar o en las casas. Aparentemente, la mano de Dios andaba en ello, pues no se supo de peleas, salvo las verbales. Y todo concluía en más solicitudes de oración a través de las listas: “Pidamos para que mi esposo Abdón Torres comprenda mis sufrimientos y deje de celarme”.

– Qué la va a comprender, digo yo. Más seriecita tendría que ser. Con razón él anda nervioso.
– No crea todo lo que dicen, comadre, mire que hasta de usted hablaron. Eso sí que hace tiempo, porque ahora ni para hablar damos.
– Así es no más, pues –contestó la comadre con una risa aguda.

El dinero colectado por las listas era importante. Ya se había arreglado todo lo materialmente arreglable en la iglesia, que lucía como parroquia de ricos. La casa parroquial parecía una hospedería moderna, con su buen comedor, cuatro dormitorios alhajados, una oficina, una sala de reuniones y una sala grande con cuatro computadores PC con ocho megas de RAM y un giga de memoria. La idea había sido de uno de los jóvenes de la parroquia, que había regresado al pueblo con conocimientos de computación y le había propuesto al padre Rogelio la compra de computadores, que él usaría para algunas contabilidades locales y, por supuesto, para manejar los dineros de la parroquia y la administración de las listas. En esto, la rectitud vasca del padre Rogelio era una garantía para todos.

Cuando le propusieron orar a través de las listas por candidatos a concejales, el corazón rosado del padre Rogelio dio un pequeño brinco, pero al parecer su ángel de la guarda, siempre atento, le tiró de la manga. No, no se inmiscuiría la parroquia en actos políticos. Algo se filtró de todos modos: “Que el Señor proteja a la persona que se ha propuesto construir el tranque que tanto bien nos haría a todos”. El tranque era una antigua aspiración de los habitantes de la zona y una de las promesas de un candidato. “Pidamos al Señor que guíe hacia un exitoso término  a los que nos conectarán al alcantarillado”. Eran errores de doña Fela que, atareada en su ventanilla, recibía a veces las peticiones sin leerlas antes de pasarlas a la sala de computación.

Doña Fela se había convertido en otra persona. De viuda desvalida y tímida, había pasado a ser, ahora, luego de que le asignaran un sueldo y atribuciones, una persona vital, bien vestida y arreglada, que manejaba su parte de la empresa con mano de fierro y gran eficiencia. Además, le habían rebrotado algunos atributos físicos desaparecidos luego de largos períodos de mala alimentación. Tal había sido el cambio, que desde un grupo de antiguos radicales que se reunían en el bar por las tardes, y que hacían de las listas su principal tema de conversación, partió el infundio de que entre ella y el padre Rogelio tenía que haber más de algo. Otros creían poder leer entre líneas en algunas de las peticiones, atribuyéndolas personalmente a doña Fela: “Que el Señor se apiade de esta pobre viuda y comprenda su amor imposible”.

Cuando se le informó de ello, el padre Rogelio estuvo a punto de usar la Lista de Réplicas, pero su pragmática mente hispana lo hizo razonar que, si no había acusación por lista, no podía haber réplica tampoco.

Cruzaba la plaza del pueblo el padre Rogelio y vio sentado a Ernesto Gavilán en un banco. Los codos en las rodillas y la cara apoyada en las manos. Era la viva imagen de la desolación y la tristeza.

– Hola don Ernesto, ¿cómo lo trata la vida? –lo saludó el padre.
– Mal.
– ¿Qué tan mal?
– No puede ser peor, padre.
– ¿Cómo así?
– Fíjese que coseché un triguito –dijo el hombre levantándose y parándose frente al padre- y se lo mandé, son cincuenta sacos, a un compadre en Molina para que me lo vendiera. Y no he sabido más de él, de esto hace ya un mes. Y estamos cortos de plata, usted sabe.
– Conformidad y orar hijo, pediremos por usted. Yo lo voy a anotar en una lista para el próximo domingo.
El hombre se sentó para seguir en sus cavilaciones y el padre terminó de cruzar la plaza.

Al término de una lista se oyó: “Oremos para que don Ernesto Gavilán logre vender sus cincuenta saquitos de trigo que tiene en Molina, donde su compadre Anselmo”. Varios hicieron un gesto de interés. Unos se sintieron informados de un trigo que se vendía, otros pensaron en otros productos que necesitaban vender o comprar.

– Total, para vender se siembra y todo se junta si Dios lo quiere, entonces es válido pedirlo –le comentó a la salida un hombre a otro.
– Muy cierto, los agricultores dependemos de la voluntad de Dios.
– Pueden aparecer buenos datos en estas listas, compadre –insinuó el primer hombre.

Sin proponérselo, el padre Rogelio había inaugurado la Lista de Interés Comunitario: “Justo Arévalo González le pide al Señor que lo ayude a vender la yuntita de bueyes que tiene pastando en el bajo, oremos por su intención”; “Pidamos junto a Osvaldo Rojas de la Fuente para que encuentre un buen comprador para su terrenito que tiene cerca de la curva”.

Los hombres ponían atención a estas oraciones peticionarias. Algunos sacaban disimuladamente un lápiz y se hacían anotaciones en la palma de la mano.

– ¿Así que vende la yuntita, don Justo? –se acercó alguien a preguntarle al hombre.
– Así es no más.
– ¿Y cuánto quiere por ella? Porque gordos no están.
– Están como se ven no más, pues, señor.
– Pongámonos a la sombrita y lo conversamos.
– Como usted diga mi amigo.

Y así, a la salida de misa, bajo una ramada que se había construido como extensión del atrio, una multicolor muchedumbre se quedaba hasta media tarde comentando las listas, tomando mote con huesillos ofrecidos por los jóvenes del Club de Fútbol de la parroquia, informándose de parientes y amigos, cosas de las familias, necesidades de ventas y compras. El padre Rogelio miraba con orgullo desde la puerta de la iglesia: apacienta mis rebaños; cuida mis ovejas; ayúdalos en lo espiritual y en lo material.

La experiencia había, por supuesto, sobrepasado los límites de Renquilco. Los domingos había micros especiales al pueblo, que regresaban al atardecer. Los viajeros sabían que iban llegando cuando, pasada la curva, se veía el imponente campanario al que se le había agregado una especie de torreta gótica desde donde se elevaba once metros una cruz de aluminio anodizado. El grupo de las casas parroquiales, blancas con tejas rojas y mucho vidrio y aluminio, rodeadas de plantas, completaba el conjunto.

Desde temprano había gente que entraba y salía de la oficina parroquial. Eran los rezagados, anotando sus intenciones e intereses en alguna de las siete listas. Las anotaciones se recibían hasta las diez de la mañana, y en eso el padre Rogelio era inflexible. Por alguna razón que solo Dios conocía, les decía a algunos, sus necesidades no se leerían esa semana; conformidad entonces. Dios escribe con líneas muy chuecas, les agregaba.

Como ya prácticamente no había espacio para leer más listas, y existía la necesidad de ofrecer una lista gratuita para uso de los muy pobres e indigentes, el padre Rogelio creó la lista de los martes y que se leía en la misa de las siete de la mañana: “Que el Señor, que sabe quiénes somos, nos ayude porque estamos en las últimas”; “De esta creo que no paso, ayúdame, Diosito, para que no me duela tanto”.

Esta lista cumplía un objetivo social indiscutible, pero había personas que la usaban sin necesitarla, por ahorrarse el valor de las otras listas, ponían a sus enfermos en ésta.

– No hay derecho, con los sacrificios con que lo cuidó su madre cuando chico y lo que sufrió por él cuando muchacho, ponerla ahora en la lista de los martes, no tiene perdón de Dios –comentó una mujer.
– Claro, dónde lo iba a nombrar que no fuera en la lista de los martes. Nunca lo quiso mucho, ni siquiera de recién casada. No digo yo, hay cada gente …

La expresión se hizo popular: “No está buena ni para la lista de los martes”.

– Mal estoy con ella mi amigo, no me tiene ni para la lista de los martes.

La expresión se hizo posteriormente más corta y sinónimo de mala calidad: “Esta rueda está pal martes, la voy a tener que cambiar”. Así y todo, la lista siguió sirviendo a los humildes y desvalidos.

No había limitación para los gastos en la parroquia, pero en otros gastos el padre Rogelio era casi avaro. Sufría de los pies y por ello usaba alpargatas. Cuando supo de la invitación del Obispo a conversar con él, pensó en comprarse zapatos, pero no logró dar con una horma confortable. Un joven de la parroquia le dijo:

– Padre, para zapatos blandos, los italianos. Total, le hace un portillo al colchón y se presenta donde el señor Obispo como Dios manda.

El padre Rogelio no había oído hablar de tales zapatos; lo tomó solo como solución práctica a su problema.

– Bueno –dijo- encárgame unos por favor. Llegaron  y le quedaron perfectos.

Ahora los sentía como una insignia del despilfarro. Dentro de poco estaría frente  su Obispo  y éste no podría dejar de fijarse.

El asunto administrativo en la parroquia era complejo, pero habían logrado gran eficiencia. Otros quehaceres, entradas y salidas, se habían incorporado al sistema computacional y todo rodaba como un auto último modelo.

Habían llegado observadores del Gobierno, de Organizaciones No Gubernamentales, de la FAO, de la Unesco y de las Escuelas de Administración de Empresas. Concluían que este sistema de administración, sin ser novedoso, era eficiente, pero la relación costo/beneficio era impensable en cualquier otra actividad. Un par de inspectores de Impuestos Internos, más interesados en examinar el sistema por tener ideas anticapitalistas que por celo profesional, concluyeron, muy a su pesar, que todo eran donaciones, y donar no está prohibido, ni recibirlas tampoco.

Una comunidad es fuente inagotable de situaciones variopintas, y todas implican a alguien que sufre o goza sus consecuencias. Las penas de amores no encontrados era una de ellas.

– La Herminia, padre, como usted la ve, ya va para los treinta y ocho, fíjese. Mejor hija no existe. Como dueña de casa es una joya. Y fíjese, padre, que yo no sé por qué esta niña tiene tan mala suerte para encontrar novio. No es que nosotros seamos muy fijados, por el contrario, creemos que ella haría feliz a cualquier hombre. ¿Qué podemos hacer padre?
– Pedirle novio a Dios, pues hija. Hoy se hacen milagros igual que antes.
– Pero si casi no es un milagro lo que pido, padre, es pura justicia. Fíjese usted en la Carolina, la hija del Alfredo Restrepo, que anda con el Saúl: no es ninguna maravilla y comparada con la Herminita no le llega ni al tobillo. No es justo, padre, no es justo. Mi marido, tan bruto el pobre, dice, y disculpe usted padre lo que voy a decir, que tira el poto para las moras, y que eso no les gusta a los hombres. ¿Podría hacer algo padre?
– Bueno, veremos si la ponemos en una lista.

Revuelo y algunas risas apagadas se percibieron  en la iglesia cuando se oyó: “Oremos junto a sus padres para que Herminita, joven piadosa y buena dueña de casa, encuentre un hombre con quien compartir su vida”. Había nacido la lista que la feligresía picaresca llamó “de los Corazones Solitarios”.

El éxito de esta lista fue rotundo. Nadie imaginó cuántos corazones solitarios cabían en Renquilco. De ambos sexos, viudas, abandonadas, arrepentidas, mañosos crónicos, feos y feas, muy bajos y gordos, pobres, con halitosis, ebrios, inescrupulosos pero tiernos, cariñosos alérgicos al trabajo, enfermos virtuales y sicosomáticos, amurrados llenos de cariño, exiliados-retornados que deseaban reordenar su vida, arrancados, malos hijos arrepentidos, buenos para nada, vírgenes mentalmente impúdicas, vergonzantes, hijos de la grandísima pero solitarios, entre muchos más. Para todos, el asunto era encontrar su perno o su tuerca. El problema era el hilo.

Cuando se acercaba la lectura de los Corazones Solitarios –lo que se sabía, pues había un orden para leer las listas-, las gentes se acomodaban para oir mejor. Algunos avanzaban disimuladamente para estar más cerca del lector. “Ayuda, Señor, a tu sierva Carmen Parraguez Brito del Bajo de las Ventas, para que un joven cariñoso y honesto se fije en sus atributos”. La longitud del mensaje no importaba, pues esta lista, así como las de Intereses Comunitarios, se cobraba por palabras. “Hazles ver, Señor, que debajo de la menguada apariencia de Sofanor Azócar hay un corazón amante que busca una esposa menor de cuarenta”; “Dame, Señor, una esposa que me ayude a purgar mis anteriores malos comportamientos, te pide Erik Sandoval Vargas”.

El padre Rogelio había advertido a doña Fela y a una niña que la ayudaba que esta lista se prestaba para engaños. No pasó mucho tiempo antes de que se leyera: “Angustiado, Señor, por mi continencia, espero cualquier día en el puente Lanín, a las siete de la tarde, a la mujer que desee conocer de verdad a Miguel Riquelme Carrasco”. Furioso estaba el padre Rogelio con este paso en falso. Pero el mal ya estaba hecho y el puente Lanín pasó a ser el lugar de los encuentros furtivos.

– Se fue para el Lanín.
– Vámonos para el Lanín, mijita.
– Esta se lo pasa en el Lanín, no más.
Fueron dichos que se impusieron y quedaron para siempre en Renquilco.

“Pase padre”, oyó decir al secretario del Obispo. Sintió que los zapatos italianos le quemaban los pies mientras se desplazaba por el piso de grandes baldosas blancas y negras, finamente pulidas.

La sala del Obispo era propia del Palacio Arzobispal, grande, solemne, iluminada con vitrales de inspiración religiosa y amoblada con gruesos muebles oscuros. Algunas alfombras rojas acallaban los pasos. Para una visita que espera un ascenso, habría parecido la antesala del Cielo. Para el padre Rogelio, como Purgatorio era suficiente.

– Asiento, padre –dijo el Obispo, indicándole un gran sillón tapizado en rojo y oro- Me he informado de que su parroquia de Renquilco funciona bastante bien.
– A la medida de mis fuerzas y con la ayuda de Dios, no más, su Paternidad.
– Dos fuerzas muy poderosas, según veo –dijo el Obispo.
– Para servir a mis feligreses me enviaron, y eso he tratado de hacer.
– Los feligreses parecen contentos.
– No se quejan, Eminencia.
– ¿Y cómo andan las catequesis, los grupos marianos, las misiones?
– Se ha hecho de todo un poco, Eminencia
– Otras parroquias han tenido un desarrollo material menos exuberante –agregó el Obispo con un tono ligeramente irónico
– Dios ayuda a los humildes, Su Eminencia
– Los humildes, hasta donde yo sé, no usan zapatos italianos –respondió el Obispo clavando su vista en los zapatos del padre Rogelio.
– Me dolían los pies, Eminencia.
– San Francisco andaba descalzo –respondió cortante.

Aquí vio el padre Rogelio por dónde se venía el Obispo. Se trataba de dinero, de la forma en que se obtenía.

– Hay diferentes estilos en la Iglesia, Eminencia.
– De eso se trata, padre. Su estilo no me gusta. He recibido informes completos del asunto de las listas. Incluido el asunto del puente Lanín. Sepa usted que se le envió para hacer servicio religioso, para atender el alma de su feligresía. Nadie le pidió que armara una máquina comercial, por mucha necesidad que hubiera de arreglar la parroquia. Además, me extraña esto de usted, a quien, como todos saben, picó a su debido tiempo el virus de la Teología de la Liberación… y ahora resulta un capitalista de primera fila.

El padre Rogelio volvió a recordar que el Obispo, al respecto, no tenía la hoja en blanco tampoco, pero no se atrevió a mencionarlo. Empezaba a sentirse aterrado. Deseaba sacarse los zapatos.

– Usted, no voy a decir que transformó la parroquia en una cueva de ladrones, adonde tenga que llegar yo a azotar a los vendedores. Pero la transformó en un negocio. ¡Vendió las oraciones! Por poco no crea una AFP y una Isapre. Me ha llamado el jefe de Impuestos Internos, y su socarronería me ha parecido insultante.

El Obispo se iba exaltando y aparentemente enfureciendo. Cuando parecía que iniciaría una ráfaga de acusaciones puntuales, se detuvo bruscamente.

– Padre, no voy a continuar, porque con estos informes que tengo en la mano, estaría una semana acusándolo. Dejémoslo hasta aquí. Usted tendrá una nueva parroquia a la que se irá directamente desde aquí. Puede pedir que le envíen sus artículos estrictamente personales. Buenas tardes, padre Rogelio.

Éste se acercó, besó el anillo y salió soportado por sus zapatos italianos color castaño rojizo, que le pesaban una tonelada.

Los habitantes de Renquilco escribieron varias cartas al señor Obispo, pero no recibieron respuesta. Algunos políticos, periodistas, sociólogos y antropólogos llevaron el asunto a los periódicos. Al cabo de un tiempo el tema había salido de los diarios y sólo era un asunto local que mantenía confusos a los renquilcoanos.

Del tren pasó a un pequeño autobús, abarrotado de gente modesta en extremo. Luego de casi tres horas y numerosas paradas, llegó a Fulipeuco. Con su maletín en una mano y su abrigo en la otra, tal como salió del Arzobispado, se dirigió caminando con sus zapatos italianos a la parroquia. Desde el lado opuesto de la plaza la vio. Casi desaparecía entre las edificaciones de adobe y teja de los costados, y la maleza en el frente.

El interior no lo sorprendió: goteras, olor a humedad y a ratón, paredes descascaradas. Había estado sin párroco por tres años. La cuidaba doña Flor Santibáñez viuda de Paredes, quien tenía las llaves y sabía todo lo que había que saber sobre ella.

Ese mismo día puso en la puerta un aviso escrito en una hoja de cuaderno: Hoy confesiones, y se instaló a esperar, tratando de poner su mente en blanco.

– Ave María Purísima.
– Sin pecado concebida.
– ¿Cuánto tiempo hace que no se confiesa?
– Cuatro años padre. Pero no vengo por eso. Resulta, padre, que no tengo cómo ni con quién pecar. Mis problemas son otros y se los cuento: mi esposo es un flojo y un borracho; tengo un hijo enfermo; mi hija ya se quedó para vestir santos y tiene una guagua. Lo poco que cosechamos no lo he podido vender. Padre, no sé qué hacer. Recurro a usted para un consejo.
– Vamos por partes: primero queda perdonada por todos los pecados con tres avemarías. Con respecto al resto, veremos qué podemos hacer en la misa del domingo cuando pidamos por las intenciones de los fieles.
– Gracias, padre ¿cuánto lo debo?
– Por la comunicación dominical, un cuarto de kilo de porotos como ayuda a la parroquia.