En primera persona (24/7/16)
Nací en Santiago de Chile el 21 de marzo de 1929. Hijo de Luisa Josefa Coch Alastruey y Narciso Artigas Mir, ambos catalanes inmigrantes. Fui bautizado como Jorge por error, pues mi padre fue solo al registro civil a inscribirme, mi madre guardaba la antigua cuarentena. La oficial del Registro Civil le preguntó por el nombre y él, con su español de espeso acento catalán le respondió Jordi. Cabe señalar que en catalán Jordi suena shórdi. La oficial espantada le preguntó: Y eso qué quiere decir? Mi padre, avergonzado, le respondió: bueno, en castellano es Jorge. Entonces Jorge, dijo ella. Y Ud. cómo se llama? Narciso respondió mi padre. Entonces ese será el segundo nombre y, José por el abuelo que veo aquí en los papeles. Y así quedé: Jorge Narciso José. Cuando mi padre llegó a la casa con la libreta, mi madre casi se lo comió, pero el daño ya estaba hecho. De todos modos en la familia me llamaron siempre Jordi. Finalmente he usado Jordi como nombre para mis asuntos literarios, en general los no científicos.
Mi niñez fue la de un niño de clase media con padre de buen sueldo en una casa moderna y propia en Ñuñoa, Santiago. Los niños de esos barrios jugábamos en la calle todo el tiempo, fútbol, bicicleta, patines, etc. En esa calle (Villaseca 77) pasaban pocos autos, lo que permitía efectuar todas esas actividades sin riesgo. Recuerdo a mi madre diciendo: ya, váyanse a jugar a la calle que aquí están molestando mucho y ensucian. Ahí aprendí también a pololear y fumar. Como estudiante en el Instituto de Humanidades Luis Campino (en la Alameda, al lado de la U. Católica), desde la Primera Preparatoria (primero básico) fui, si no el peor de los estudiantes, al menos de los últimos diez. Nunca supe qué era estudiar. Presentía que, eso de aprobar un ramo, era algo como de suerte, con fuerte ayuda de los santos. Tuve todos los profesores particulares que mis padres podían pagar para tranquilizar sus conciencias. Hasta clase de piano tuve. Las clases de piano podrían no haber sido tan frustrantes sino hubiese sido porque la profesora, Sra. Greenwald, era adicta a las escalas y a los ejercicios imposibles de recordar. Era pecado de la mayor gravedad memorizar una lección o parte de ella. Mientras estaba estudiando en el piano, controlado por mi madre, se oían desde la calle los gritos inconfundibles de una activa pichanga. Luego de dos años con clase de 2 veces por semana, se interrumpió mi estudio, sin yo saber ni una tonadilla siquiera. Fue tal vez lo más frustrante en ese tiempo.
Cuando tenía unos 4 años, enfermé de tuberculosis, complejo primario lo llamó mi pediatra, el Dr. Bauzá. Las fiebres eran altísimas, yo “difariaba” y veía monos que subían y corrían por los bordes del ropero que estaba frente a mi cama. Mi madre lloraba y me ponía paños fríos en la frente. De ahí quedó el que no debía agitarme, ni exponerme al sol y, usar “camiseta todo el año”. Yo era hiperquinético total, ahora sé que además tenía déficit atencional y necesidad de quemar más calorías que las que consumía, y era pésimo para comer: era flaco y, por supuesto, un sufrimiento permanente para mi madre.
Con eso de la tuberculosis, me mandaron a Villa Alemana con mi abuela que ya era viuda y vivía con nosotros. Nos instalamos en la Quinta Rivera de pensionistas, era una Quinta semi-de-recreo, con algunas piezas y un gran comedor. Las instrucciones a mi abuela fueron pocas y drásticas: no puede correr ni agitarse y, sobrealimentarse: a las once de la mañana un vaso de vino añejo con un huevo crudo y, se tiene que comer toda la comida y siempre usar camiseta. Todo fue sufrir. Mi abuela, un sargento de Granaderos de Napoleón, no dejó pasar ni una. Yo languidecía. Después de dos años regresamos a casa y retomé mis estudios en las preparatorias. Creo que tenía diez u once años.
Casi todos los niños de mi edad sufríamos con los pantalones de golf (guarda peos, como se les llamaba). Eran obligatorios entre el pantalón corto y el largo. Pero los llevábamos sueltos para que parecieran largos, excepto nuestro compañero Juan Walker que los mantenía arriba, junto con la corbata bien apretada y un jockey inglés.
Bailábamos mucho, desde los doce años. Nuestras parejas eran las niñas del barrio. El baile era todos los sábados y domingos entre las 7 y las 9, en nuestra casa que tenía un living amplio. Con mi hermana Luisa, un año menor, éramos carretas, usualmente yo pololeaba con sus amigas y ella con los míos. La abuela cuidaba el baile y mis padres salían muy tranquilos. En esos tiempos, todos aprendimos que nuestros cuerpos y los de ellas eran diferentes y que ello nos ponía, por decir lo menos, nerviosos.
Tenía quince años cuando apareció en mi casa mi amigo Germán Bannen, compañero de curso en el Instituto de Humanidades Luis Campino y, más o menos pololo de mi hermana. Venía vestido extraño, me pareció un árbol de pascua. Le pregunté y me dijo que había entrado a la Escuela Militar. Yo de eso no sabía nada. Los catalanes del clan, si no eran izquierdistas atenuados por la vida y el éxito económico, al menos de militares nada. Realmente, yo nunca había visto un militar en persona. Germán me contó que en la Escuela Militar se levantaban a las seis de la mañana, se daban ducha fría invierno y verano, luego hacían gimnasia media hora antes de desayunar. Las clases eran de 8 a 10.30 de la mañana, luego ejercicios militares en el Parque Causiño. Siguió Germán explicando, pero yo no necesitaba más información. Sólo le pregunté ¿Y usan camiseta? No, contestó. Entonces allá quiero ir yo. No informé a mis padres de mis intenciones. Averigüé lo necesario, pedí las solicitudes, di los exámenes y esperé. Veraneábamos en Las Cruces, el bolero de moda era “Nosotros”. Cuando llegó la carta: Aceptado. Y ahora ¿cómo le digo a mis padres que de nada estaban enterados? Un domingo, a la hora de almuerzo, ya a los bajativos luego del arroz a la catalana, dije: Saben, me aceptaron en la Escuela Militar! Gran silencio de padres y hermanos. Qué? preguntó mi padre. Que me aceptaron les respondí. Ya había postulado y di los exámenes, agregué. Ud. tiene que firmar esta fianza y listo. Nunca supe lo que había pasado por sus cabezas. Imagino que habrían pensado: otra locura del Jordi.
Toda la información necesaria para la vida se obtenía en el Clan, el clan de los catalanes, fundado por Don José Mir. Se explicaban unos a otros sus experiencias: un abogado, un médico, un arquitecto, la Caja de Empleados Particulares, etc. Pero de esto de los militares, seguramente nada. Además yo era el primer chileno del clan nacido en Chile, el mayor.
Y me fui a la Escuela solo, con una pequeña maleta; mis padres estaban muy ocupados en sus trabajos. La llegada fue muy amable, los brigadieres bromearon un poco con nosotros, éramos cien. Los oficiales nos miraban tiernamente. Nos ordenaron un poco para armar unas filas y fuimos a buscar las tenidas de cuartel. Estuvimos casi una hora intercambiando prendas hasta lograr los tamaños adecuados. Luego estuvimos vestidos y la ropa de paisanos en una maleta con etiqueta en un rincón. Ordenaron formar, y faltó solo que estuviéramos ligeramente formados para que la voz del brigadier cambiara de tono y de volumen y nos cayera encima toda la disciplina prusiana de la cual nuestra Escuela se enorgullecía. Con la Escuela nos amamos desde el primer día. Yo parecía haber sido hecho a la medida para ella. Todo me gustaba y lo encontraba estimulante, entretenido, divertido y, lógico. El compañerismo lo conocí allí, y me encantó. No era difícil para mi destacar en ejercicios militares, ducha fría, barras y paralelas, atletismo, actitudes enérgicas, régimen interno; todo me producía alegría hacerlo. Pero los estudios eran otra cosa. Seguía siendo el mismo Jordi de siempre: aprobar un exámen, pasar una prueba, retener una materia, seguían siendo hechos que le sucedían a otros, tal vez por suerte o algún santo apropiado. Hasta que me cayó la teja. Mi teniente Juan Vidal, que debía tener unos veintitrés años (yo dieciséis), mandaba mi sección: la Tercera, de la Tercera Compañía, treinta cadetes, dragona azul. Y como tal, tenía la responsabilidad sobre el rendimiento escolar de sus cadetes. Así es que decidió, algún tiempo antes de los exámenes, que el curso (que era la sección), tendría horas de estudio extra después de la hora de casino de la noche, en la sala de clase. Ahí estábamos nosotros sentados estudiando y mi teniente en el pupitre del profesor, leyendo algo. Anunció: cuando algún cadete sienta que ya sabe para aprobar el examen de historia de mañana, que se pare al frente para interrogarlo. Y así fueron levantándose los cadetes, recibían un par de preguntas y eran mandados a dormir. Así pasaron casi todos, cuando quedábamos unos diez yo me acerqué al pupitre y dije: estoy listo mi teniente. El teniente me preguntó algo de la materia y no pude contestar. Me mandó a sentar de nuevo. Cuando quedaban cuatro volví a probar suerte y el teniente me devolvió al asiento nuevamente. Quedé solo. El teniente Vidal quería irse también y me llamó. Me hizo un par de preguntas que tampoco pude responder. Entonces preguntó: ¿Estudió Artigas? Si mi teniente, contesté, estudié todo el rato. Lo cual era semi-cierto, pues había estado mirando la página, pero eso era todo. El teniente me dijo: mire Artigas, si Ud. estudia y no aprende es porque es tonto, y en el Ejército no se aceptan tontos, así es que vaya pensando en pedir la baja. ¡Vaya a acostarse! En mis 9o años de vida, no he sentido otro golpe como ese. Abandonar la Escuela para mi era impensable, era perder lo que más quería en ese momento. Para que sepa Ud., continuó mi teniente, cuando lee y no aprende, tiene que volver a leerlo tantas veces como sea necesario, hasta que se lo sepa ¿Entendió? Y me despachó. Cuando me acosté, estaba decidido a mantenerme en la Escuela, no importaba cuanto tendría que leer. Ahí me empezó a ir un poco mejor y raspando pasé los cursos. De todos modos mis mejores notas fueron en Espíritu Militar, Educación Física y Conducta. Por varios años mantuve el récord de garrocha de las tres Escuelas Militares, hasta que las garrochas mejoraron tanto que ya nada fue comparable. En gimnasia en aparatos me destaqué también, aunque nunca pude mantener la invertida en las argollas.
Estando toda la Tercera compañía formada, mi capitán Héctor Rojas Vivanco ordenó: los cadetes que se van a retirar que den un paso al frente. Había estado tres años y había que tomar la decisión: seguir la carrera militar o retirarse. Tuve muchos conflictos internos en esa época. Yo era el mayor de los de mi generación nacido en Chile. Muchas veces había oído decir a mis padres y a mis tíos: Nosotros nos preocuparemos de hacer dinero, pero los hijos deben ser profesionales. Por otra parte, el asunto de los caballos, era muy poderoso en mí; me atraían al extremo de emocionarme cuando estaba cerca de alguno. No teníamos campo, así que tal vez es porque tengo un gen mongol. No sé, pero no imaginaba continuar en el ejército en otra arma que no fuera la caballería. Había sido operado de varicocele y ello podría haber sido una disculpa, muy militar, para mandarme a otra arma. Las vacantes para el arma de caballería eran muy pocas, tal vez unas ocho o diez. Me las lloré todas, amaba la Escuela, al Ejército y a mis compañeros, pero tenía que dar el paso al frente. Muchas veces, y esto duró algunos años, me despertaba en la noche con la pesadilla que había dejado la Escuela y al despertar, comprobaba que era cierto. Entré a Agronomía en la Pontifica Universidad Católica de Santiago, luego de concluir que sería la única forma de vivir en contacto con los caballos. En agronomía fui un alumno mediocre, salvo en las asignaturas de Zoología Agrícola dictada por Don Gabriel Olalquiaga Fouré y Entomología Agrícola, dictada por Don Raúl Cortes Peña. Fue amor a primera vista. De ambos cursos fui ayudante durante todos los estudios. Nunca me interesé demasiado por las asignaturas agrícolas propiamente tales, que entusiasmaban a los Riquelmes. Porque en Agronomía de la Universidad Católica, nos dividíamos los alumnos en Riquelmes y Pobletes, según sus familias tuvieran tierras o no. Yo era Poblete paradigmático. Los veranos, en cuanto salía de vacaciones, haciendo uso de una invitación de Don Gabriel Olalquiaga trabajé los cinco años, los casi cuatro meses de vacaciones de verano, en el Departamento de “Fitoparasitología y Estudios Básicos“ del Ministerio de Agricultura, donde aprendí entomología agrícola con Olalquiaga y Cortés. Fui testigo de la llegada del DDT a Chile, lo que cambió todo en la especialidad. Allí hice mi tesis de agrónomo sobre “Cultivo en laboratorio de la Conchuela Negra del Olivo”, dirigida por Don Raul Cortés. Quién luego me recomendó, para hacer el año de práctica, en el fundo La Torina que administraba Don Enrique Serrano Viale – Rigo. Tremenda personalidad este caballero y excelente jefe, murió muy joven. Mi amigo en el fundo fue, desde el principio, Jorge Pérez Pérez, el capataz de ganado con quien montábamos prácticamente todo el día a caballo y conversábamos de lo humano y lo divino. Con Jorge (ver foto) nos vimos algunas veces ya de viejos. Siento que no lo suficiente. Aprendí mucho de lechería y quesería. Me recibí y fui a trabajar con Don Enrique Burgos Moreira en Talca, Le veía, desde una oficina en la ciudad, la administración de tres propiedades agrícolas. En Talca conocí a los jóvenes talquinos de ese tiempo, una verdadera experiencia para mí y, por supuesto, a Ivette quién sería mi esposa. Ivette Hoyuela Ibacache, una trigeña estupenda, de ojos increíblemente azules, oriunda de Temuco, que pasaba una temporada de vacaciones en Talca. Muy divertida e ingeniosa, era fatalmente el centro de todas las reuniones de los jóvenes de los cuales me había hecho amigo. Cuando la vi y oí por primera vez, me sentí algo así como entre angustiado y confundido. Yo iba en realidad tras una amiga de ella. Todo no habría sido mas que asuntos de verano y jóvenes, pero mi Ángel de la Guarda, que tiene tres metros y medio de envergadura alar y fue construido en acero alemán de antes de la Segunda Guerra Mundial, me tocó con la punta del ala y me dijo: “Ella es”. Ivette fue una esposa perfecta por donde se la mirara. Fue amante esposa, leal compañera y amiga, excelente madre y, muy buena consejera. Mi ángel, con su precisión germana, le acertó medio a medio. Después de 57 años de casados, falleció el 5 de junio de 2012, dejando seis hijos grandes y un marido desconsolado, su misión cumplida y, muchos ejemplos a seguir.
De Talca me fui porque quería mas campo y menos papeles. Me despedí de Don Enrique Burgos con tristeza pues había sido muy afable conmigo. Don Raúl Cortés me recomendó para trabajar con Don Hernán Trivelli que arrendaba el fundo “Las Juntas” en Pichidegua, muy cerca de la Torina donde ya había estado para mi año de práctia. Allí había agricultura a la antigua, crianza de caballos corraleros, lechería, naranjal, etc. Don Hernán era una excelente persona. Quién no me quiso nunca fue Doña Piloja, su esposa: Total, no somos monedita de oro. Me saturé de campo y agricultura, estuve dos años. De repente no me vi haciendo eso el resto de mi vida, sobretodo las planillas de pago y las estampillas del Seguro Obrero. Me quería casar con Ivette y el fundo, que era arrendado, no tenía casa para administrador. Regresé donde Don Raúl quien era jefe de un programa del DTICA, el Punto Cuarto para Chile. Era la Sección de Entomología. Me contrató y empezó mi vida de entomólogo profesional. Fue el tiempo que llegaron los nuevos pesticidas; tal vez fuimos de los primeros que tocaron el DDT en Chile. Éramos realmente expertos y, para los estándares nacionales, los mejores. Hacíamos investigación, difusión y atención a particulares. En el equipo de Don Raúl éramos: Polo Caltagirone, Luciano Campos, Álvaro Sainte Marie, Roberto Fernández, Tomás Miranda y yo. Antes habían estado otros agrónomos. De ellos salieron los primeros técnicos de las casa vendedoras de pesticidas. Don Raúl tenía mucha influencia en la Rockefeller Foundation de Chile. Así es que se fueron a hacer su doctorado a California con beca Rockefellker, Caltagirone y Campos, luego nos tocaría a nosotros.
Cortés me dijo un día: Ud. Jorge, es la persona que necesitan en Concepción para profesor de Zoología Agrícola en la recién fundada Escuela de Agronomía de esa Universidad. Acaban de hacer un llamado por la prensa a todo Chile, preséntese. Llegué a Concepción, ciudad que no conocía, y di como se pedía una clase frente a las autoridades; el tema que elegí fue el ciclo de desarrollo de la Tenia solium. Recuerdo a Don Enrique Molina sentado en primera fila, y otros próceres de la Universidad, pues era primera vez que se hacía un concurso nacional. Se presentaron cinco a dar su clase. Pasado un mes más o menos, me llegó una carta en que se me comunicaba que había sido elegido. Le dije a mi esposa Ivette, mi antigua pololita de Talca: Nos vamos a Concepción. Y llegamos en marzo de 1955, con la primera guagua por nacer. Debía crear una cátedra de Zoología Agrícola y desarrollar un laboratorio de Zoología y Entomología Agrícolas. Para esto contaba con mi experiencia de 5 años de ayudante de Cortés y Olalquiaga en la Universidad Católica de Santiago, mas el tiempo en el DTICA. Lo hice con la ayuda de las autoridades de la Universidad. Gracias a las excelentes instalaciones de la Universidad, pude desarrollar clases aceptables y buenos laboratorios prácticos. Yo conocía los laboratorios de Agronomía de la U. De Chile y Católica, muy modestos. Cuando me presentaron en Concepción, el laboratorio en que trabajaría, con lugar para 50 alumnos sentados, cada uno con agua, gas, cubeta de disección y microscopio, sufrí un shock cultural tan solo similar al que sentí, mas tarde, cuando llegué a los laboratorios de la Ohio State University por primera vez. Concepción nos acogió bien, hicimos amigos, nacieron María Pía, Francisco, Margarita, María y Bernardita. El sueldo era aceptable y todo funcionaba razonablemente bien. En el Laboratorio bajo el arco de medicina, se empezó a formar la colección de plagas agrícolas y parásitos de animales domésticos. En 1960 postulé a una beca Rockefeller para hacer estudios de entomología “pura”. Debí convencer al gringo Ruppert jefe de la Rockefeller, que en Chile ya había suficientes matadores de bichos y ningún entomólogo general profesional, y eso quería ser yo. Llegamos con mi esposa Ivette y los cuatro críos, tres de pañales, a Columbus Ohio. Arrendamos una casa y me matriculé en la Ohio State University tomando como adviser al temido Dr. Donald G. Borror, autor del último libro de entomología en U.S.A. Un gringo tremebundo pero de dulce corazón que me distinguió con su respeto y afecto. Hice el Magíster (M.Sc.) en poco más de un año y volvimos a Concepción. Cuatro años después, regresamos a la misma Universidad y al Dr. Borror, para el doctorado (Ph.D.), con otra beca Rockefeller. Como había cumplido bien para el M.Sc., la Rockefeller me la dio sin concurso. La Rockefeller daba para chile, dos becas cada año, una en medicina y otra en agronomía. Esta vez eran cinco niños, dos de pañales. Ivette fue un apoyo enorme, admirable; absorbió todo el trabajo de la casa y la economía familiar. Yo solo debía estudiar. A veces me acordaba de mi teniente Vidal y su consejo: leer hasta que se lo aprenda. En este caso era doblemente verdadero pues yo tenía solo el inglés de la Enseñanza Media. Cuatro y medio años después, en 1970, volvimos a Chile y a la Universidad de Concepción, con mi grado de Dr. (PhD). Mientras estuvimos en USA, mis sueldos los administraron nuestros compadres Roberto Goycoolea y Enrique Villanueva. El primer año solo pagaron deudas, pero luego pidieron un préstamo, eligieron un sitio y, Roberto que es un distinguido arquitecto, diseñó una casa estupenda, que estuvo lista a nuestro regreso. Dios se los pague. Fue interesante encontrar a mi regreso, que en la Universidad los únicos doctores reconocidos eran los médicos y los dentistas. Eso de que un Ingeniero Agrónomo fuera doctor no se entendía mucho. Solo varios años después, cuando otros docentes de distintas profesiones habían obtenido el grado, se hizo costumbre llamar doctores a quienes tuviera el grado. Recuerdo una anécdota al respecto, la Universidad de Concepción, creo que postulaba a algunos fondos internacionales, y entre la información solicitada, le pedían el número de doctores que había en su cuerpo docente. Grande fue la sorpresa cuando la lista enviada no fue aceptada, pues solo indicaba médicos y dentistas. Nuevas averiguaciones demostraron que éramos muy pocos, posiblemente cinco o seis, incluidos los extranjeros. Desde ese momento la Universidad se preocupó de apoyar a los que querían salir a estudiar al extranjero. Todos hemos crecido: la familia, la docencia, el Museo de Zoología, mis actividades extra curriculares, pero por sobre todo la equitación. Cuando llegamos en 1955 a Concepción, observé que había un Regimiento de Caballería, El Regimiento Guías (RC7), me acerqué con la confianza de entrar a un lugar para mi amable y querido. Me encontré con un oficial desconocido, que resultó ser el capitán Pepe Villablanca, con quién después fuimos buenos amigos por mucho tiempo, le pregunté si se podía montar en el Regimiento. Me invitó para el sábado y fue muy gentil, me prestó sus caballos y monté. Los próximos 52 años fui equitador del equipo oficial de saltos del Regimiento. Lo que terminó cuando éste fue trasladado a Putre y quedé integrando el grupo que se llamó “las viudas del Guías”. Derivado de estas actividades, seguí ascendiendo en la reserva hasta el grado de Mayor.
Así han pasado los años con varias estadías en USA, Francia, Brasil, Nicaragua y otros, siempre dedicado a la docencia y la investigación. Mi posición académica ha cambiado acorde con los cambios universitarios en Concepción. Primero en la Facultad de Agronomía, luego en el Instituto Central de Biología y actualmente (2019) en la Facultad de Ciencias Naturales y Oceanográficas de la Universidad de Concepción. Jubilé en 1996, me otorgaron el grado de Profesor Emérito y he seguido contratado anualmente por doce horas semanales. Sigo haciendo docencia, participando en la dirección de tesis y continúo con el cargo de Curador del Museo de Colecciones Zoológicas, de la Universidad que inicié en 1955 con las primeras colecciones de plagas agrícolas y parásitos de animales domésticos.
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