H.1.2.3e. Sauer 6.35

Jordi Artigas i Coch, mayo 1992.

Siempre le gustó la Walter 9 mm, era la pistola que prefería entre las que su tío le mostraba como un signo de confianza, un gesto de hombre a hombre, de camaradas.
El hermano de su madre era casado, sin hijos y había demostrado desde temprano una atención especial por el muchacho que además era su ahijado, que se expresaba en pequeños gestos. Recordaba que cuando cumplió 9 años, entre los regalos, recibió de su tío un cortaplumas grande, con la hoja bien afilada, lo que espantó a su madre y a las demás madres asistentes al cumpleaños, pero despertó la envidia y admiración en sus pequeños invitados.
Cuando entró a la Escuela Militar y por vivir sus padres en otra ciudad, fueron éstos tíos sus apoderados; los que iban a las ceremonias, le llevaban chocolates a las campañas, lo recibían los domingos de salida y lo llevaban de regreso a la Escuela a la hora de recogida.
Después entró a la Universidad y fueron sus apoderados y vivió con ellos por un tiempo. Empezaron entonces las conversaciones de adultos.

– Ven, le decía. ¿Tienes algo que hacer? Acompáñame, y él se subía rápido al vehículo. Sabía que sería una tarde de fluida y constante conversación. No había tema de lo humano y divino que no tocaran: filosofía barata y recién inventada, asuntos de negocios, personas, mujeres, máquinas, nuevos inventos, futurismo. Todo tema estaba permitido en el reducido espacio de la cabina.
– ¿Supo tío, que su primo Alberto está mal y lo llevaron a una casa para enfermos? le preguntó el muchacho.
– Sí, le contestó con un tono seco que lo sorprendió.
– ¿Piensa ir a verlo? preguntó el joven.
– No me gusta ver enfermos, me desagrada la idea de un cuerpo enfermo, respondió con voz blanda el tío.
– Es que eso le puede pasar a cualquiera y a todos nos gustaría que nos fueran a ver, alegó el joven.
– A mí no, respondió cortante. Si yo enfermara y supiera que no tengo arreglo, me pegaría un tiro.
– ¿Un tiro? preguntó sorprendido el sobrino.
– Sí, así se acaba todo rápida y limpiamente, sin hacer pasar malos ratos a nadie, sin arruinar a la familia con gastos médicos. Porque tú sabrás que te pueden entubar y mantener por años artificialmente. Y ¿para qué?
– Se necesita valor y estar muy desesperado para pegarse un tiro, además los enfermos no andan con la pistola en el cuerpo, argumentó el sobrino.
– Así es, por eso yo te pido que si llego a estar en ese estado, donde yo esté, como un signo de amistad y aprecio, me lleves una pistola, tendría que ser la chica, la Sauer 6.35, esa de la cacha negra.
– Esas que hacían para que las usaran las mujeres en la cartera. La encuentro muy chica, casi no se sujeta bien en la mano, dijo el sobrino tratando de cambiar el rumbo de la conversación.

– Si yo llego a estar en esas condiciones, dijo el tío regresando al tema, tú deberías llevarme la Sauer 6.35 cargada. Sería un gesto de amistad propio de un compañero. Recuerda los principios de lealtad que te enseñaron en la Escuela Militar, de donde no debías haberte retirado, creo.
– ¡Pero eso me haría cómplice! exclamó el joven, entre incrédulo y divertido.
– Depende cómo lo hagas. Si tú sabes que estás cumpliendo con una promesa hecha al mismo enfermo, no tienes cargo de conciencia. Es asunto del enfermo y de su vida, dijo enfatizando la palabra vida.
– Pero tiene que ser muy difícil llevarle una pistola, por chica que sea, a un enfermo que está lleno de cuidados.
– Es asunto de imaginación. Recuerda, le llevan limas a los presos …
– ¿Y cómo cree Ud. que habría que hacerlo? preguntó el joven con curiosidad.
– Muy simple, respondió el tío. Primero que nada la cargas con balas nuevas, las viejas pueden estar en mal estado. Luego la limpias bien para que no quede ninguna huella tuya, debes usar guantes. La metes en un paquete de ropa o de comida y cuando me la pases me dices: “Ya van a ser las 6.35 tío, así es que me tengo que ir”. Yo voy a entender, y de ahí para adelante yo me encargo.
– Es mucha responsabilidad, alegó en voz baja el sobrino, comprendiendo que estaba a las puertas de tomar un compromiso formal.
– Las responsabilidades son para los hombres, contestó el tío cortante. ¿Qué me dices? Te comprometes?
– Bueno ya, conforme. Espero no tener que hacerlo nunca, contestó con un dejo de pesadumbre.
– Eso lo decide el destino, pontificó el tío. Nadie se muere el día antes, agregó con un dejo de solemnidad.
El tema regresó un par de veces más en sus conversaciones a lo largo del tiempo. El tío terminaba recordándole: tenemos un trato y los tratos se cumplen, ¿no es cierto sobrino?
– Sí, contestaba el joven, restándole importancia.

Habían pasado tantos años de esas charlas. Las ocupaciones los habían separado de ciudades y se veían sólo de vez en cuando.
Para el sobrino este período de su vida había guardado un encanto especial y siempre lo recordaba con tanto cariño, que algunas veces creía que con el tiempo le había agregado hechos agradables que nunca sucedieron, aunque habrían sido posibles.

Cuando salió de la “casa de reposo”, traía el rostro lleno de pesadumbre. Recordaba cuando lo llamaron para decirle que el tío, que ya estaba viudo y vivía solo, había tenido un derrame cerebral. No pudo, sin embargo, viajar esa vez. Luego el hospital y finalmente la casa de reposo, y él no había podido ir a verlo aún.

Cuando lo vio en la silla de ruedas, con un chal escocés sobre las rodillas y sobre éste, las manos torpes, secuela del derrame, se llenó de congoja. El tío había quedado casi sin habla, sólo emitía sonidos incomprensibles, en tono agudo, áspero y demasiado alto.
Cuando se encontraron, ambos se emocionaron y se estrecharon fuertemente las manos, con torpeza, como viejos camaradas que luego empezarían a decirse bromas irónicas, para terminar añorando hechos y lugares. Pero el tío sólo podía mirarlo mientras él le apretaba sus manos. Y era esa misma mirada brillante, ingeniosa, inteligente, que recordaba de su infancia, ahora capturada en un cuerpo deteriorado irreversiblemente.

– Hola tío, ¿cómo estamos?
La respuesta fue un sonido ronco, gutural, cuyo esfuerzo por emitirlo se denotó en todo el rostro y en el desacompasado mover de sus manos.
Entonces el sobrino empezó a contarle de su vida profesional y familiar; de los hijos, sus sobrinos nietos, del auto que tenía y las virtudes de los modelos con encendido electrónico. Le contó de una alarma que había puesto en la casa, y cómo esta podía detectar cualquier movimiento, y cómo se disparó, aparentemente por una mariposa nocturna que cruzó frente al censor. Así le habló, pausadamente, mientras los ojos del tío se humedecían haciendo más patético el encuentro.
Cuando se despidió retumbaba en su cabeza la palabra lealtad.

El aire de la calle vivificó su metabolismo, asqueado por los olores de la casa de reposo: olor a personas, a cebolla cocida, a algún desinfectante.
– Lo pensaré, se prometió. No puedo precipitarme, es un asunto delicado y peligroso. La policía investigaría. Preguntará cómo obtuvo el arma. Tal vez se sospecharía de algún funcionario de la casa, del jardinero, de él tal vez.

Sin despertar sospechas averiguó sobre las personas que lo visitaban y comprobó que era un número importante. Además de familiares, unos diez o doce, lo visitaban ex-socios, amigos, bomberos de cuya Compañía había sido fundador, amigos del Club de Leones del cual había sido presidente en varios períodos. A la vuelta de un par de meses, calculó, lo habrían visitado unas veinte personas diferentes. Se sorprendió al comprobar que este conocimiento lo entusiasmaba: sería casi imposible descubrir al portador del arma, y tomó la decisión: cumpliría el pacto de lealtad.

Visitó a su tío cuatro veces más, con un mes entre cada visita, y cada vez vio en los ojos del enfermo la mirada de súplica y el claro mensaje que le recordaba su promesa. Además de comprobar el terrible deterioro que iba generalizándose en su pobre cuerpo. Después de cada visita salía fortalecida su voluntad para cumplir el pacto.

Sacó la Sauer 6.35 del cajón oculto, cuyo secreto compartió por años con su tío, y se la metió en el bolsillo. Se dirigió a una armería y compró seis balas frescas. Luego procedió con calma a preparar el instrumento que liberaría a su tío de la esclavitud de la silla de rueda, la cama y la horrible incomunicación y a él, de faltar al cumplimiento de la promesa hecha a un camarada.
Con un palillo con algodón en el extremo, de los usados para el aseo de los oídos, empapado en alcohol, fue limpiando cada centímetro del arma. Mientras la miraba, sostenida en la mano enguantada, confirmó su impresión de que era demasiado pequeña para la mano de un hombre. Limpió cada bala con minuciosidad y las puso en el cargador que luego limpió enérgicamente. Metió el cargador por el fondo de la culata y lo ajustó con un gesto brusco. No resistió de imitar el gesto que preveía, y se apoyó el cañón en la sien y luego en la boca. Pensó que el tío debería elegir la boca para poder sujetar el cañón con los dientes y así lograr hacer la fuerza necesaria en el disparador con sus dedos demasiado débiles. Tomó el arma con ambas manos enguantadas y corrió el cerrojo tantas veces como fue necesario para pasar todas las balas y dejar la recámara vacía. Se alegró que la pistolita funcionara bien, sin embargo prefirió no dispararla, dejaría eso al destino. Al menos así tendría una minúscula disculpa si la conciencia se ponía molesta después de efectuada la operación. Luego volvió a cargar el arma y corriendo el cerrojo, la dejó preparada.

El día de la visita definitiva se sintió nervioso. Pero como tenía que viajar desde una ciudad alejada, los afanes de preparar el viaje sobrepasaron los nervios o, confundieron el motivo del nerviosismo. Cuando llegó a la “casa de reposo”, se había convencido que estaba haciendo lo correcto y se sintió tranquilo. Saludó al enfermo, tomándole ambas manos, que el hombre movió con cierta rudeza.

-Creo que tendrá fuerza suficiente, pensó.
Le mantuvo ambas manos tomadas mientras le contaba las primeras noticias y le pareció notar que el enfermo encorvaba el índice de la mano derecha. Fue un gesto mínimo, pero suficiente para convencerlo que con él le pedía el arma.
Luego de casi media hora de hablarle sin detenerse, le dijo: Bueno tío, ya son las 6.35, debo irme. Aquí le dejo unos chocolates y otras cosas que necesita, y le pasó al enfermo el paquete.
Salió con el convencimiento que no lo vería más. Se habría ido para siempre el actor más importante de ese tiempo que recordaba con tanto cariño.

Casi un mes después de su visita, aún no se había informado de ningún suceso especial. Este tío, pensaba, tan vivaracho que ha sido siempre, ha postergado el hecho para no comprometerme. Seguramente ha esperado que varias personas lo visiten en el intertanto y así no puedan relacionarme con el arma. Se lo agradeció de corazón, a la vez que se renovaba su admiración por él.

La voz de su hermano en el teléfono sonó entre irónica y apesadumbrada.
– Sabes la que hizo tu tío, le dijo enfatizando lo de “tu tío”.
– No, contestó él, pero sintió que se había cumplido lo inexorable.
– Pues que tu tío, que no sé de donde mierda sacó una pistola, mató a una enfermera y quedó la cagada.
– ¿Qué? preguntó casi gritando.
– Como te cuento, así es que vente lo antes posible porque aquí está el despelote no más.

Hubo reuniones de familia con y sin detectives. Cada uno armaba una teoría que otro luego desarmaba.

– Están trabajando en una confesión del sospechoso, dijo el inspector, aunque parece que no hay dudas que fue él: la enfermera estaba muerta a los pies de su cama.

Personas de la clínica recordaban que cuando sintieron los cuatro disparos, corrieron a la pieza y hallaron sólo el cuerpo de la mujer en el suelo y el enfermo en su cama, con una pequeña pistola en su mano y la mirada fría y dura clavada en la pared. Eran, dijeron, como las ocho de la mañana.

Había sido arduo y penoso el interrogatorio al enfermo. Entre cuatro detectives, uno de ellos experto en fonoaudiología, trataban de obtener alguna respuesta a sus preguntas, pero recibieron sólo silencio total del enfermo. Pasadas algunas horas, el hombre estaba fatigado y parecía que quería decir algo. El detective acercó la grabadora a su boca y, luego de un rato, logró grabar algunos ruidos guturales y desarticulados.

El fonoaudiólogo colocó el casette en el computador y empezó a trabajar. Era un ejemplo del nuevo funcionario policial, técnico, paciente, constante. En la pantalla del computador empezaron lentamente a aparecer letras y éstas a ordenarse dificultosamente.

Finalmente apareció la confesión: “La maté porque me tenía aburrido, retándome todas las mañanas, porque mojaba la cama en la noche”.