H.1.2.3c. La Herramienta

Jordi Artigas i Coch, mayo 2006.

A la América! A la América! Falta de posibilidades, falta de alimentos, casas pequeñas, piedra y frío. Los pequeños pueblos de España de fines del 1800 tenían una juventud inquieta y muchos matrimonios jóvenes, audaces, valientes y duros. En ellos caía el grito como la posibilidad, la única posibilidad! Cuál América? No había tiempo de averiguaciones. O acaso hay más de una?
Los barcos dejaban sus cargas de emigrantes en algún puerto de la ahora real América: La Habana, Río de Janeiro, Buenos Aires, Valparaíso o, al final del camino, San Francisco de California.

Maritxell y Josep llegaron a Talcahuano-Chile, después de sufrir el paso del Estrecho de Magallanes. Nadie sabía por qué. Tal vez el capitán alemán les hizo saber que hasta ahí llegaba el pasaje que habían comprado y debieron desembarcar.
Él, ebanista de primera, ella peluquera social con una cría mujer de pocos meses como lo expresaba el pasaporte.
Luego comprendieron que en ese lugar nadie necesitaba un ebanista de primera o una peluquera social. Se fueron a Santiago donde oyeron decir que sucedía todo lo de Chile. Fueron tiempos duros. Duros aún para los muy duros, como eran ellos. Una pensión, un pequeño negocio que al final del largo día se transformaba en dormitorio. Luego una pequeña fábrica de calzado instalada en la calle San Diego al llegar a la Avenida Matta. La habían comprado a un hombre viejo que se retiraba, contaba de dos bancos zapateros, las herramientas indispensables y unos restos de cuero y suela. Pero tenía nombre, y ellos lo conservaron: “Fábrica de Zapatos El Águila”, desde donde además distribuían mantequilla, legumbres, pasas. Siempre atentos a la demanda. Venían a hacer la América y no fallarían. No tenían tiempo para perder. Habían evaluado lo población con la cual se relacionaban. Todos, según Maritxell, eran flojos, deshonestos y sucios. Opinión que no era extraña en una mujer criada en el rigor rural de España de fines del ochocientos. Se preguntaron a cuál grupo querían pertenecer. Habían visualizado que había una clase muy rica, de herederos y políticos, socialmente exitosa por tradición; otra de empleados y obreros asalariados; otra de emergentes casi ricos, y ahí apuntaron su vida. A los pobres ni mirarlos, ya habían visto demasiados.
Lograrlo, llegar a ser como ellos, tenía una sola fórmula; trabajo y más trabajo, sin distracciones, sin desviaciones. De ser empleados, ni hablarlo. O independientes o nada! La mínima fábrica de calzado los había convencido que el negocio estaba en fabricar cosas, donde los materiales fueran baratos y la mano de obra gratis. Todo era utilidad.

Josep murmuraba, al mejor estilo catalán, sobre sus planes. Maritxell que lo entendía en eso y en mucho más, intervino en su monólogo y le dijo:
– Por qué no fabricas espandunflas. La palabra sonó en catalán como una clarinada.
– ¿Qué dices Maritxell?
– ¡Espandunflas, hombre!
– ¿Y qué es eso?
– No se bien, pero recuerdo que en mi pueblo, en Vibodí, cuando chica veía a los labriegos que las usaban. Dijo mientras continuaba tejiendo una calceta con cuatro palillos para tener las manos siempre ocupadas, como una mujer honesta.
– ¿Y cómo eran? Preguntó Josep, interrumpiendo totalmente sus pensamientos murmurantes. Lo que Maritxell decía, siempre, y por experiencia, era motivo de su atención.
– No recuerdo bien. Dijo ella sin levantar la vista de sus palillos. Pero eran algo así como un palo largo con una madera cruzada y una hoja de hierro bien firme.
-¿Y cómo funcionaba?
– No lo se, era cosa de hombres.
– ¿Pero que hacían con ellas? Insistió Josep
– Bueno, las usaban en el campo. Cada hombre salía en la mañana al trabajo con una espandunfla al hombro.
Josep quedó pensativo. Cómo podría ser esa herramienta, al parecer de labranza.

Tomó un palo grueso como su muñeca, lo cortó como de metro y medio. Se lo puso al hombro, lo apoyó en el suelo, lo movió burdamente en forma de herramienta de labranza. Luego pensó en el palo cruzado mencionado por Maritxell. No podía ser muy largo ni tan grueso como el madero largo, debía caber en el hueco de la mano. El trozo de metal lo buscó en unos restos de hierro. Encontró una pequeña plancha con un borde algo doblado. La presentó sobre el madero. Obviamente en una punta pensó. Luego se dijo: bueno, que quede como quede. Unió firmemente la plancha con tres pernos pasados y pintó la madera de verde y la plancha negra. Se veía bien, parecía algo reconocible. Maritxell, siempre atenta y partícipe de la empresa familiar, encontró que se parecía mucho a las que ella recordaba, y aprobó el proyecto. Luego agregó sentenciosa: bueno, si con barba San Antón, si no, la Purísima Concepción!
Josep fabricó dos. A la segunda debió doblarle el borde de la plancha para que fueran iguales. Luego se dirigió a la Mercería “Visca Catalugna” ubicada cerca, algunas cuadras más hacia la Alameda. Su dueño, un coterráneo, Pere Bas, había llegado cinco años antes y ya era dueño de una exitosa mercería, nombre antiguo para las ferreterías y almacenes que abastecía las necesidades del campo, principalmente fundos y haciendas de la zona, con abono, semillas, herramientas, clavos, puntas de arado, herraduras.
Luego de un saludo breve y formal habló Josep:

– Pere, hombre. Te traigo dos espandunflas para que las vendas. Ya te acordarás de ellas que se usaban tanto allá – eso era en la España de cada uno-. Pero Pere no provenía del mundo rural sino de la Barcelonesa, un oscuro suburbio del puerto de Barcelona.
– Sí claro, las recuerdo bien. Dijo Pere Bas, sin mucho entusiasmo.
– Entonces, te las quedas? Preguntó Josep.
– Bueno, sí, pero a consignación
– Está bien. Que lo pases bien.
– Igualmente.
No había tiempo para más conversación. No estaba en el espíritu de ambos catalanes ser más efusivos ni comunicativos.

Josep le contó a Maritxell que el Bas se acordaba de las espandunflas de allá y se las había quedado a consignación.
– No te decía yo. Si yo me acordaba. Dijo Maritxell en tono de triunfo.
Josep empezó a pensar como abaratar el costo sin bajar la calidad.
– Buenos días don Bas, saludó el hombre con voz de agricultor chileno antiguo, mientras entraba a la mercería.
– Buenos días don Maximiliano. Contestó Bas con fuerte acento catalán.
– Cómo anda la cosa. Preguntó sin interés por una respuesta don Maximiliano.
– Bueno, de andar anda. En fin, para qué quejarnos.
– Aquí le dejo una lista don Bas, para que me la despache. Mientras lo decía se paseaba entre los sacos y pilas de herramientas.
– ¡Ah! Y me pone estas dos también, dijo señalando con el dedo.
Don Bas levantó la vista de la lista y dijo:
– Sí, le anoto las dos espandunflas. Dijo reconociéndolas.
– Son muy útiles estas espandunflas en el campo. Acotó el agricultor.
– Así es. Respondió don Bas y anotó: 2 espandunflas nº 1.

El camión cargado de vituallas enviadas por don Bas, llegó a la llavería del fundo Loando en Cauquenes. A medida que bajaban la mercadería el llavero ponía una marca en la palabra. Cuando bajaron las espandunflas, las dejó a un lado y siguió con la lista. Al terminar había un nombre en la lista sin marcar y dos herramientas apoyadas en la pared. Estas son se dijo e hizo la marca.

– Buenas tardes Heriberto
– Buenas tardes patrón, saludó el llavero quitándose el gorro.
– ¿Recibiste el camión con la lista conforme?
– Si patrón, venían dos espandunflas que yo no le había pedido.
– Ah, sí, yo las agregué. Espero te sirvan
– Sí patrón; es que se me olvidó ponerlas en la lista no más. Dijo el llavero en tono de disculpa.
– Porque sabrás para qué son, verdad? Le preguntó el patrón mirándolo a los ojos.
– Sí patrón, cuando yo trabaja donde los señores Espaulsen, trabajábamos mucho con ellas. Mintió el llavero para proteger su desconocimiento.
– Cuídenlas. Dijo el patrón. No son baratas.
– Pierda cuidado patrón, les voy a mantener el ojo puesto porque por aquí están acostumbrados a llevárselas.

El llavero organizaba los trabajos a primera hora del día.
– Segundo Olivares y don Clemente, se van a trabajar en la limpia del canal. Dijo el llavero señalando a dos obreros. Lleven dos palas, un chuzo, un rosón y estas dos ñunflas. Los hombres asintieron y en silencio tomaron las herramientas.
– Porque sabrán para qué sirven las ñunflas, preguntó el llavero en tono severo.
– Sí don Heriberto, estamos acostumbrados. Dijo Segundo que hablaba por los dos.
Los hombres tomaron las herramientas, se las pusieron al hombro y se dirigieron a las labores de limpieza del canal. Maritxell se habría emocionado al ver el recuerdo de su niñez trasladado al presente.
– ¿Cómo es que las llamó, don Cleme? Preguntó Segundo
– Creo que ñunflas o dunflas. Respondió don Cleme haciendo un esfuerzo.
– ¿Y para qué sirven?
– No se, ya veremos cuando lleguemos al canal.

Hicieron varias pruebas: cavar, arrastrar tierra, cortar maleza y amontonarla. Para nada servían. Todo era más fácil y práctico con las palas y el rosón bien afilado. Al atardecer regresaban a la llavería.
– Sabe don Cleme, mejor las ensuciamos un poco antes de devolverlas.
– Cierto, que se note que las usamos y después las lavamos, como las palas.
– Eso es, que no se note!
– ¿Que no se note qué?
– Que no sirven
– ¡Pero si las compró el patrón! Para algo servirán Si no, ¿para qué las hacen?
– ¡Estos ricos! No digo yo. Dijo suspirando Segundo Olivares.
– Buenos días Bas, hombre

– Buenos días Josep. Te diré que se vendieron tus espandunflas el mismo día.
– Está bien, respondió Josep sin dejar que se notara su sorpresa. Entonces te traigo más?
– Sí, trae media docena. ¿Tienes de otros números?
Josep se informó que las había de varios números.
– Entonces te traigo dos de cada número.
– Está bien. Que lo pases bien.
– Igualmente.

– ¡Maritxell! Se vendieron las dos espandunflas el primer día y ha pedido seis más!
– Ya decía yo. Si allá las usaba todo el mundo. Dijo la mujer con orgullo.
– Me pidieron dos de cada número.
Pero a Maritxell esos detalles técnicos ya no la preocupaban. Su mente estaba varios años adelante.

Fue necesario comprar algunos materiales. Las Nº 2 tendrían el mago más largo y las Nº 3 la plancha de hierro algo más alargada. Lamentó no haberse quedado con una de muestra. Total, pensó, el Pere Bas no tiene tampoco ninguna para comparar.
Los tres pares de espandunflas lucían impresionantes apoyadas en la pared de la vitrina de la mercería de Bas, marcadas con sus respectivos números y precios.

En el Club Social de Cauquenes, las conversaciones del grupo de agricultores reunidos en un almuerzo, empezaron con algunas bromas, luego historias de mujeres, de caballo y precios de productos agrícolas. A los bajativos aterrizaron en los trabajos del campo.
– Me tienen aburrido estos rotos flojos. Por mí los cambiaría a todos por tuercas. Se han fijado que siempre falta una tuerca y todo se para. Se encuentra la tuerca y se arregla todo. Remató el contertulio.
– Yo, dijo don Maximiliano, les compré espandunflas para mejorar el rendimiento. Recién les traje dos del número uno.
– ¿Las qué dijiste?
– Espandunflas Nº 1, que son las más versátiles. Ahora las hacen en el país. Antes llegaban de Alemania, eran marca Solingen. Explicó don Maximiliano con seguridad patronal. Las hacen en Santiago, agregó. Están en la calle San Diego.
Los contertulios, todos agricultores, anotaron en sus memorias esta herramienta desconocida en la zona. La conversación pasó a políticas agrarias y la irresponsabilidad del gobierno de turno.
A la semana siguiente las seis espandunflas se habían vendido.

– Se acuerda amigo Maximiliano, cuando en el almuerzo de la semana pasada en el Club, nos dio el dato de donde habían espandunflas. Bien pues, compré tres para traer al campo. Me podrá creer que estos rotos ni las conocían! Le dije al llavero, Uds. lo conocen, es como sargento, tiene cara de zorro asustado:
– Ahora le traje finalmente las espandunflas que me pedían. Espero mejores rendimientos en el trabajo, porque este año las cosechas vienen regular no más y los premios serán bajos. Me miró como asustado y me contestó:
– Claro patrón. Con estas ya es otra cosa. Y que bueno que trajo del Nº 3 que son las mejores para los suelos que tenemos aquí. Y vienen con la argolla para colgarlas que es tan útil.

Al día siguiente Segundo Olivares y don Clemente, retiraron de nuevo las herramientas de la llavería incluidas las espandunflas.
– ¡Tener que cargar con esto ida y vuelta! ¡Y para lo que sirven!
– Reclame menos y camine más don Olivares.
Como en el correo de la tribu, la noticia de las espandunflas había llegado a todos los obreros que se referían a ellas como cosas de ricos: Irá a saber uno?

Un día las espandunflas ya no regresaron a la llavería. Los trabajadores a cargo las habían dejado en sus casas. Para que se olvidaran. Donde don Cleme la pusieron a la entrada y fue usada para colgar las mantas. Donde Segundo sirvió de percha para que durmieran las gallinas.

– Se malograron las ñunflas don Heriberto. Las dejamos en las casas para arreglarlas. Tenemos que encontrar unas ramas gruesas y firmes para cambiarles el palo. En cuanto las encontremos, las ponemos a desaguar en una acequia y en un mes están listas para labrarlas y ponerlas. Dijo don Clemente, hablando por los dos.
– Está bien, dijo el llavero, pero ahora se las tendrán que arreglar sin ellas porque no tengo más.
– Haremos lo posible don Heriberto
Y el asunto quedó cerrado.

El patrón andaba de buenas, había vendido bien. Pasó por la llavería, se sentó sobre un saco y habló.
– Heriberto ¿Cómo anda la cosa hombre?
– Bien patrón. Vamos al día en los trabajos, a pesar que se nos rompieron dos ñunflas
– ¿Qué? Ah, sí, las espandunflas. Corrigió el patrón.
– Como diga patrón. Pero están tratando de arreglarlas.
– No importa hombre. Con el próximo camión te mando seis, dos de cada número.
– Gracias patrón. Respondió el llavero sintiendo que le hacía un favor especial.
– Te diré Heriberto, que las herramientas que venden ahora no son como las de antes. Recuerdo que en los tiempos de mi padre, una espandunfla duraba dos y tres temporadas. Claro que eran alemanas, de marca Solingen, me acuerdo.
– Poco duran estas. No? Comentó sentencioso el llavero.

Cada vez que Segundo llegaba a su casa veía las espandunflas con dos o tres gallinas arriba. Se rascaba la cabeza y recordaba el palo que tenía desaguando en la acequia y que le faltaban dos semanas todavía.
Cuando informaron que las habían arreglado, éstas ya no eran necesarias pues ya se estaban usando las nuevas. Esta vez Nº 2. Pero igual no servían para ningún trabajo útil.

Josep tenía pedidos permanentes de 12 espandunflas por semana para “Visca Catalugna”. Y un vendedor de mercadería para mercerías de pueblo había demostrado interés en ellas.
– Yo, don Josep, le puedo vender cincuenta espandunflas al mes. Me recorro toda la provincia. Son unas veinte mercerías grandes de pueblo. Dijo el vendedor.
– Los precios serían distintos para los números, y las argollas se cobrarían aparte. Respondió Josep.
– Como diga. Yo le pongo las órdenes y Ud. las manda por tren directamente al negocio.

La fábrica iba bien. Se hacían espandunflas todo el día hasta bien entrada la noche. De los zapatos, que ahora sólo distribuían de otras fábricas, y otras ventas, se preocupaba Maritxell, que llevaba el negocio con mano firme. Aunque nunca aprendió a leer, Maritxell era una experta en sacar cuentas de memoria. Nunca fue para ella un impedimento.
Josep pensó agregarles otra argolla a las espandunflas para aumentarles el precio, pero Maritxell creyó que los compradores creerían que los querían hacer lesos. Y no se habló más de ello.

La pequeña casa que arrendaban en San Diego, donde usaban dos piezas anteriores como hogar y el resto fábrica y almacenamiento, se hacía chica. Había espandunflas, sacos y cajas por todos lados. Josep trabajaba solo, hasta que cerraban el negocio, luego ella lo ayudaba hasta que se iban a la cama con un: mañana será otro día. Y el sueño los rendía. Entre todo este afán, había una pequeña que era parte del sistema, Lluisa, de ya casi dos años, que recibía tanta atención como las mercaderías. No le faltaba nada pero tampoco le sobraba. Había aprendido a vivir y jugar sola, frugal en medio de todo lo que era importante para la familia, que la incluía.

– Don Josep, dijo el vendedor de mercaderías, debemos abrir el sur. Empieza en Chillán. Tengo un colega que se interesa. ¿Se lo mando?
– Bueno, respondió Josep pensativo, aunque creo que no podré cumplir con todos. Pero ya veremos. Mándelo.
Josep, sin gastos superfluos y con la mirada fija en el ascenso a la clase emergente casi rica, depositaba el total de las ganancias en la Caja Agraria, institución que por ser estatal, a pesar de dar pérdidas todos los años, siempre había cumplido con sus ahorrantes.

Don Bas le dijo a Josep, cuando éste entregaba las espandunflas de la semana:
– Sabes Josep, mi mujer tiene un sobrino del mismo pueblo que se quiere venir a América. Yo no pudo traerlo porque ya tengo dos que duermen bajo el mostrador y les doy comida y algunas ropas. Tú necesitas un obrero. El chico es fuerte y despierto. Qué dices. El se paga el viaje.
– Lo hablaré con Maritxell
La conversación fue larga, falto noche para terminarla. Meter un extraño en la casa, por muy de allá que fuera, era un extraño al matrimonio y a la niña. ¡Pero había tanto trabajo! ¿Qué pasaría si alguno se enfermaba o accidentaba? Concluyeron que aceptarían.

El muchacho llegó un día al atardecer acompañado de Pere Bas y su señora. Era como lo habían descrito, de 18 años, fuerte, con muchas ganas de trabajar, hacerlo bien y hacer la América. Se llamaba Arnau Castellet. Como no eran de largas conversaciones, luego se despidieron y dejaron al muchacho en la casa. Traía una bolsa de ropa y algunas pertenencias personales. Josep lo llevó a la parte de atrás de la bodega y le dijo:
– Bueno Arnau, ubica un lugar por aquí para dormir. Ahí hay una llave de agua y mañana nos vemos con la primera luz. Y lo dejó rodeado de sacos y cajas, y de las espandunflas terminadas y amarradas en lotes de a seis, listas para despachar.
– El muchacho parece bueno. Dijo Josep a Maritxell
– Ya se verá. No hay que olvidar que todas escoba nueva barre bien. Respondió Maritxell cautelosa.
Arrendaron la pequeña casa del lado y pareció que igual faltaba espacio. Era incomprensible como antes había cabido todo eso en la primera casa.

Desde el principio se entendieron bien Josep y Arnau. Diferente fue con Maritxell que siempre le marcó la distancia. En la casa se hablaba sólo catalán. Lo que era una ventaja pues los extraños no entendían, pero tampoco podían tener secretos entre ellos y el empleado. La pequeña Lluisa se volvía loca por Arnau. Era la primera persona que le hacía algunas gracias.

El mejoramiento más significativo era que habían dejado cuatro piezas para la casa. La cocina separada del comedor y los dormitorios. Arnau ya tenía su lugar en la bodega y no hablaba de cambiarse.
Arnau trabajaba a parejas con Josep. Aprendía rápido, tenía gran interés por aprender y una energía sin límites. Cumplieron a cabalidad con los pedidos de Santiago y provincias. La Caja Agraria era testigo de las frecuentes visitas de Josep a depositar, nunca a retirar. Arnau cada 15 días tenía una tarde de domingo libre que usaba para ir al Centre Catalá, donde gastaba algunos pesos que le pasaba Josep a escondidas de Maritxell. En el Centro había todo lo que necesitaba Arnau: amigos con igual idioma y similar historia, refrescos, música y niñas casaderas. Tenía la seguridad que por ahí pasaba el camino a su futuro en América.

Un día Arnau le preguntó a Josep:
– Don Josep, para qué sirven las espandunflas?
– No se, contestó Josep, yo las hago, no las uso.
Arnau encontró razonable la respuesta y no se habló más del asunto.

Uniendo las dos casas instalaron un letrero: “Fábrica El Águila, Zapatería, Mercería y distribuidora de productos del país”.
Arnau propuso fabricar algo más, para diversificar. Con el secreto propósito de aprender otras técnicas que en el futuro le permitieran independizarse.

Josep y Maritxell conversaban gran parte de la noche. ¿Cómo sería el futuro? ¿Qué línea de negocios había que seguir? ¿Cuánto les faltaba para llegar a la clase emergente casi rica? La Caja Agraria les hacía ver que no mucho, y que iban a buen paso.
Llevaban cinco años fabricando espandunflas, vendiendo zapatos y productos del país. A veces sentían que estaban atrasados respecto a don Bas y su “Visca Catalugna”. Y se preocupaban.

Tocaron la puerta y abrió Maritxell que venía secándose las manos en el largo delantal negro. Abrió y una cabeza con avanzada calvicie se asomó y preguntó con voz en extremo dulce y fuerte acento extranjero:
– ¿Está el señor dueño de este establecimiento?
– Él no está, respondió seca Maritxell, pero hable Ud. conmigo que es lo mismo.
El hombre que ya había entrado, sacó una tarjeta, se la pasó a Maritxell y dijo:
– Tengo interés en este negocio. Volveré otro día
– Está bien, dijo Maritxell despidiéndolo.
Cuando el hombre se fue, metió la tarjeta en el bolsillo del delantal y continuó con sus quehaceres.

– Josep, dijo Maritxell, vino un hombre que dijo que quiere comprar el negocio y dejó esta tarjeta. Y extendió la mano con la tarjeta.
Josep la recibió con recelo. Luego la leyó en voz alta: Abraham Stolselmann. Fundición y herramientas …

Se miraron y supieron que habían llegado.